La cueva de las luciérnagas

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Como era muy tarde, Max invitó a Lucía a su casa.

—Si subes ahora, las despertarás a todas. Es mejor que vengas a mi refugio secreto. Nunca nadie ha estado antes. ¿Has visto qué excusa tan buena tengo para llevarte al bosque donde los lobos se comen a las caperucitas como tú?

—¡Qué malo que eres…! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Sí…, me has convencido!

Encendieron las linternas y emprendieron el camino de Ejep. Apenas recorrieron medio kilómetro de pista de gravilla, cuando se internaron por un sendero de pinos y maleza. Él la detuvo y sobre un tronco ladeado la besó, y le dijo que esperasen hasta habituar los ojos a la oscuridad, pues era preferible continuar iluminados por el resplandor de la luna. Diez minutos más tarde, tras atravesar una espesa cortina de árboles, de repente apareció una casita de cuento de hadas. Ella no pudo resistir la fascinación que le produjo y exclamó:

—¡Es mágica…! ¡Está envuelta en una nube de luz azul fosforescente!

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Al acercarse, él le explicó que la barraca estaba apoyada sobre una pared de roca en forma de concha que daba acceso a una gruta donde habitaban miles de coleópteros. Cogidos de la mano, la guió hasta el fondo de la cueva. Los ojos se fueron adaptando a la oscuridad a medida que la rodobsina estimulaba el nervio óptico. Entre ellos solo se intuían por la respiración. El nictálope de Max animó a Lucía a que levantase la vista. Entonces, ambos contemplaron fascinados un espectáculo maravilloso: la cúpula del techo de la caverna se había convertido en la inmensa bóveda del cielo, donde un enjambre de millones de estrellas no paraba de parpadear.

Él, entre bisbiseos, le explicó:

—Lo que ves es una colonia de luciérnagas, la mayoría son larvas y hembras, que no utilizan la bioluminiscencia como reclamo sexual, sino como cebo. El espectro de luz que emiten, cada seis a ocho segundos, va de un débil a un intenso azul que les sirve para atraer a las presas. Hacen igual que las arañas: tejen redes imperceptibles y hebras pegajosas que despliegan desde el techo como si fuese un caladero, con las mismas técnicas de los viejos pescadores nocturnos; a continuación, encienden sus linternas biológicas y emiten destellos intermitentes que atraen a los incautos insectos, los cuales se acercan encandilados por el mágico brillo y el titilante reclamo, hasta que caen enredados en la trampa, igual que muchos mortales ante la belleza. Las víctimas atrapadas intentan escapar, se revuelven y la vibración de las terminaciones nerviosas de la tela avisa a las depredadoras de que alguna alelada polilla o mariposa ha vuelto a caer; es el momento en que izan con cuidado las mallas y recogen las capturas y se las comen. Por eso, alguien, en un rapto de inspiración poética, las bautizó con el singular nombre de las estrellas de la muerte.

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Durante veinte minutos observaron extasiados aquel centelleo hipnótico. Estaban ante un espectáculo único. Lucía, con suma curiosidad, le preguntó en un susurro:

—¿Y cómo consiguen generar sus cuerpos ese resplandor?

Max, con ganas de impresionarla con sus conocimientos, le musitó al oído:

—La bioluminiscencia es un proceso químico de oxidación del sustrato de la proteína denominada luciferina, catalizada por la enzima luciferasa. A ellas se les ilumina el abdomen, y como su piel está recubierta con una especie de lentes conocidas con el nombre de cristales de urato, intensifican el reflejo de la luz.

A ella se le ocurrió quitarse la camiseta y dejar al descubierto su espalda, y sobre la piel desnuda empezó a iluminarse el dibujo tatuado del loto azul invisible. Max le recorrió a besos el tallo de la flor hasta llegar a los pétalos detrás de la nuca, mientras sus dedos le masajeaban cada uno de sus siete chakras. La abrazó por detrás y le hizo el amor en silencio. El eco de un profundo gemido de placer recorrió las paredes de roca de la bóveda celeste e hizo temblar las estrellas de aquel inmenso cielo interior.

Salieron despacio de aquel viaje onírico. Max la llevó de la mano hasta su refugio. Entraron a oscuras. Ella se dio cuenta de que el tejado tenía dos amplias ventanas en el techo, de tal manera que la claridad de la luna iluminaba en círculos la estancia.

Subieron por una escalerilla a un altillo en donde estaba la cama. Agacharon la cabeza para no darse con las vigas de madera y se metieron entre las sábanas. En la penumbra, él pudo vislumbrar por el brillo de sus pupilas el centelleo estelar de la cueva. Se abrazaron y se llenaron la piel de besos y caricias hasta quedarse dormidos el uno en el otro.

A medianoche, ella vio cómo Max se ladeaba, cogía una libreta y completamente inspirado escribía algo. Estuvo un buen rato alumbrado por el resplandor lunar. Observó el movimiento de su mano atrapada en la caligrafía. Había sido un día inolvidable y una noche llena de magia y de fantasía. Él se quedó dormido. Lucía al ver tumbado a los pies el cuaderno, no pudo vencer su curiosidad y con sigilo se movió para cogerlo sin que se diera cuenta.

Cautelosa, lo abrió y vio que las páginas estaban en blanco. Cayó en la cuenta de que habían sido escritas con la pluma de tinta invisible que le regaló. Encendió la linternita de luz ultravioleta del capuchón para ver las palabras ocultas, y leyó el párrafo final de la última hoja:

«La visita con ella a la gruta fue perturbadora, pues nunca había estado allí con alguien. Hacía años que no entraba y sentí como si fuera la primera vez. A nadie le había revelado aquel lugar secreto. 

Durante un rato me evocó lejanos recuerdos de la infancia, cuando me escapaba de aventuras por las cuevas de la Virgen de La Peña en Graus. A medida que avanzábamos hacia la oscuridad, esta se hacía más densa, tangible y misteriosa. Nos detuvimos en la enorme bóveda y tuve la sensación de estar en el interior de un útero excavado en las entrañas de la tierra, donde una luminosidad extraña, biológica, emitida por los cuerpos de miles de luciérnagas hembras, apareadas en época de reproducción, albergaban en sus entrañas docenas de huevos de nuevas crías, inundando la atmósfera de una lucífera metamorfosis.

Por las paredes del techo del cielo corría la savia azul de las estrellas, tan embrionaria y emergente que se colaba por las venas pétreas de la caverna hasta hacerla latir en una continua gestación, a la espera de que las miles de vidas que llevaban las rocas dentro despertasen de su sueño mineral, igual que nosotros.»

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