El amante de París

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»A partir de nuestro reencuentro, nos vimos con más frecuencia. Subía a la Ciudad Condal cada fin de semana. Ella me comunicó que pensaba abrir una oficina en París y colaborar con el equipo del arquitecto Jean Nouvel. Pronto se trasladó a la capital francesa, pero solía escaparse con frecuencia a Barcelona para verme y visitar a su padre. Medio año más tarde, me invitó para enseñarme su nuevo estudio de diseño. Fui expectante, dispuesto a dejarme sorprender. El lugar de trabajo estaba decorado de manera sofisticada, como era ella. Pletórica, me dijo que me invitaba a una cena inolvidable, y subrayó la última palabra. Tenía hecha una reserva en el restaurante 58 Tour Eiffel. Me encantó lo eficiente y bien organizada que era. Llegamos a la emblemática torre y no tuvimos que hacer cola, ya que íbamos a la primera planta y gozábamos de preferencia.

LE-JULES-VERNE-PARIS

Al entrar, una azafata nos condujo hasta nuestra mesa. La decoración era minimalista, manteniendo una luz tenue para hacer resaltar la iluminación de la ciudad que estaba a nuestros pies. Al fondo, tres hombres de negocios parecían haber ultimado un acuerdo, pues los vi firmar unos documentos, se levantaron y al irse, uno de ellos se acercó para saludar a mi esposa. Ella me lo presentó como Patrick Jouin, el artista que había diseñado aquel local. Lo saludé dándole la mano, pero me castigó con su indiferencia. A cambio, se mostró demasiado atento, sonriente y seductor con ella, con la que intercambió melosas palabras en francés que no entendí, pero el empalagoso tono en que las pronunció me produjo un gran mosqueo. ¡Vale, reconozco que soy un poquito celoso! Pero ella, también tenía delito. ¡Coqueteaba con todo dios!

Intenté distraerme en la contemplación de la maravillosa vista de la     restauranteeiffel
capital. Entonces vino a saludarla el reconocido chef Alain Soulard, que estaba al cargo de la cocina. Se ve que había sido discípulo de Alain Ducasse. Ella me dijo que era uno los mejores cocineros del mundo, y había trabajado en el Mougins al Relais du Parc, en el Morot y en el Jules Verne. Este último, tenía un prestigio especial, porque tenía entendido que por allí pasaban los más visionarios del planeta, que luego remataban su formación en la galaxia, llena de estrellas, del Bulli de Ferran Adrià. Nos sirvió un camarero muy atractivo, que parecía un galán de cine. Con simpatía, nos trajo la carta. Sin darse cuenta, se demoró al atender a cuatro muchachas que celebraban un cumpleaños. Lucía levantó la mano y lo llamó: «Garçon! Garçon! S’il vous plaît, pouver-vous venir aider?». Raudo se acercó y, tras disculparse, le dijo que se llamaba Pierre y así le podía llamar con confianza. A ella le hizo gracia ese detalle. A mí, el tipo me cayó gordo. Pensé que era invisible para él. Nos sirvió sin pedirlo una copa de champán por deferencia de la casa. Observamos el menú y coincidimos en pedir de entrante una crema de castañas con salsa duselle de champiñones. De segundo, ella propuso salmón noruego ahumado con tartar de algas. Acepté su opción, aunque me imaginé a un noruego con cara de salmón metido en el horno, cada vez me estaba volviendo más vegetariano. Él nos propuso tomar de postre o dessert esferas de chocolate con crema ligera de vainilla adornada con fresas salvajes. Aceptamos la sugerencia. De paso, nos aconsejó para beber un Château la Pierrièri, pero al ser tinto, preferimos pedirle un blanco Bordeaux Kressmann Monopole. A diferencia de la última experiencia que tuvimos en Londres, este garçon siempre se dirigía primero a ella y le daba preferencia a elegir. La cuidó durante toda la cena con una exquisita amabilidad e incluso me molesté un poco al notar que en cierta manera me había convertido para él en un convidado de piedra. Antes de pedir la cuenta, nos obsequió con un licor de hierbas estomacales muy suave y depurativo. A ella le sentó fatal y aseguró que debía ser un purgante, pues se ausentó para ir al lavabo. Como tardaba en exceso, fui a buscarla. La toilette de señoras estaba vacía y me adentré al sentir unos gemidos de dolor. Me agaché y miré por debajo de la puerta, por si no era ella. Allí la vi fornicando como una loca con el camarero, el cual estaba dispuesto a complementarle el servicio. Golpeé la puerta y le grité «¡guarra!». Ella miró y vio mis ojos en vertical, uno encima del otro. Al chico, se le acabaron de caer los pantalones. Me levanté y con furia empecé a aporrear la puerta. Salieron descompuestos, mientras apretaba el puño para reprimir la ira, pero no pude más y pegué tal puñetazo a la hoja de la puerta que la atravesé. Por supuesto, la mano me empezó a sangrar. Me la vendé con un rollo de papel higiénico y regresamos a la mesa. El tipo me vio con cara de pocos amigos y nos trajo enseguida la cuenta, pero marcó distancias conmigo, no fuera a darle un bocado. Vi que con disimulo le devolvía las braguitas. En aquel momento, a punto estuve de pegarle un puñetazo en el ojo con el que le guiñó una posible complicidad. Marchamos sin dirigirnos la palabra. Esa misma noche, cogí el último vuelo para Barcelona. Pasamos meses sin hablarnos, pues me enteré por mis amigos oftalmólogos del Hospital Ramón y Cajal de que había regresado a Madrid y que en varias fiestas la vieron enrollarse con algún camarero. Pensé que debía padecer el complejo de Electra. Deduje que había en ellos una actitud servil, inculcada por la profesión de complacer siempre a los clientes, incluso de mimarlos. Supuse que en la cama debían actuar igual, esforzándose hasta el límite para dar placer y evitar así que pudiesen pedir el libro de reclamaciones. Empecé a plantearme la posibilidad de divorciarme en serio, pero todavía estaba colado por ella. Al final, la perdoné e hicimos las paces. Mi paranoia llegó hasta tal límite, que a partir de entonces, cuando íbamos a cenar a un restaurante y se ausentaba para ir al lavabo y se demoraba más de la cuenta, en vez de pensar que le podía haber pasado algo, lo primero que hacía era contar el número de camareros por si faltaba alguno.

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