FELICIDAD NEPAL

LA FELICIDAD DEL NEPAL

LA FELICIDAD DEL NEPAL

Fragmento de la novela: Quiero tomar refugio en tu corazón. (Álex de Sande) www.alexdesande.com

—¿Nunca intentaste volver a ver a tu querida Ágata?

Max esbozó una sonrisa, porque tenía la certidumbre de que tarde

o temprano le haría esa pregunta, y le reveló:

—Recordé las palabras que me había dicho el Dalai Lama: « El que se siente querido, quiere, y lo contagia a los que están a su alrededor con alegría, sin ser consciente de que son el amor y la compasión los que forman parte de los maravillosos genes de la felicidad.»

Entonces, me di cuenta de que no podía resistir su ausencia y fui a verla al Nepal. Precipité mi partida al enterarme de que se había ordenado como monja budista. No la avisé con el propósito de que fuese una sorpresa. Atravesé el valle de Katmandú para llegar al orfanato donde al final la habían enviado. El recinto estaba solitario, pero un jolgorio me guió hasta una riera y tomé asiento en un lugar discreto entre los juncos. Observé a unos chavales vestidos con túnicas granates, igual que si fueran novicios, que junto a ella se perseguían con las manos tiznadas de azafrán para mancharse la cara, y eso les causaba un sinfín de risas. Otros intentaban camuflarse lo mejor posible en una especie de juego del escondite. Los más pequeños se entretenían en perseguirse hasta tocarse la coronilla, que debía significar que estaban eliminados y pasaban al nirvana. Cuando estuvieron cansados, vi que se sentaban alrededor de un árbol, pero antes se restregaban las manos con unas florecillas, se las secaban sobre sus cabezas rapadas y se quedaban quietos como estatuas. Enseguida las mariposas empezaron a posarse sobre ellos y les hacían cosquillas con sus patitas, mientras los niños intentaban resistir, pero las más traviesas les bajaban por la frente hasta llegar a la nariz y otras, se les posaban en las orejas con deseo de colarse por el oído. Al no aguantar el hormigueo, se movían y quedaban eliminados. Ella resistió hasta el final y acabó cubierta por un manto de mariposas celestes. Fue una escena tan poética y onírica que se me grabó en la retina y en la memoria para siempre. Fui consciente que en aquel sencillo paraje, lleno de paz, ella era inmensamente dichosa. Se me estremeció el corazón al contemplar tanta alegría. Dispuesto a no interferir en el delicado equilibrio de su particular paraíso, me levanté y me di cuenta de que sobre mi cabeza también se habían posado unas mariposas. Sin ahuyentarlas de golpe, me moví con la delicadeza necesaria del que nunca estuvo allí. No quería romper el encantamiento de aquel idílico lugar. Regresé con lágrimas en los ojos: su felicidad era mi tristeza, porque la había perdido para siempre. Atravesé montañas y desfiladeros sin rumbo fijo. Quise perderme en la soledad del mundo.

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