EL TERCER OJO

EL TERCER OJO

EL TERCER OJO

Antes de partir, se abrazaron uno a uno al frondoso y mágico árbol de aquella Encina milenaria, y después todos juntos se arremolinaron sobre su tronco para sentir su buena vibración. Max les propuso que debían despedirse de allí tomando conciencia de la importancia del lugar. Y les hizo una demostración:

—¡Fijaos…! Poned la palma de la mano izquierda sobre la corteza y ahora introducidla en una de las grietas, como si fuese una herida en la piel, para captar mejor la vibración energética. Cerrad los ojos. Abrazadla de manera relajada y afectuosa, igual que si fuese la despedida con esa persona querida a la que quizá nunca volveréis a ver. Apoyad vuestra frente sobre el tronco, como si quisierais entablar telepáticamente una comunicación mutua, hasta que notéis que el árbol absorbe las perturbaciones que agitan vuestra mente. Depende de la sensibilidad de cada uno, captaréis mejor o peor la sutil vibración energética que os conectará con la madre tierra. Notad su poder sanador, que revitalizará vuestro estado de ánimo y os embargará de una gran sensación de serenidad espiritual. Y mentalmente, decidle adiós. Les dijo que hicieran una cola. Y como si fuera un ritual, el maestro escarbó un hoyo, buscó las raíces más húmedas del árbol, metió el dedo y con el pulgar fue marcando en la frente de cada alumno el punto granate o rojo, denominado bindi o tika, que sirve para situar el sexto chakra u ojo del alma, con la intención de que en la vida que iban a iniciar pudieran mirar hacia dentro y ver hacia fuera para desarrollar la intuición, la sabiduría y la percepción de lo invisible. Lucía era la última de la fila. Cuando le tocó, en vez de inclinar la cabeza, se agachó a su misma altura para cruzarse las miradas y verse el uno en la pupila del otro. Max hurgó un poco más en el hoyo al notar el barro seco, y tras perseverar unos instantes, su tacto percibió la suavidad de un nuevo fango en el que la yema del dedo se impregnó. Luego, con la delicadeza de un beso, tocó su piel, y se quedó sorprendido al ver que le dejó marcada una luna llena, pues debía ser caolín, una arcilla blanca compuesta por tanto silicio que sus microscópicos cristalitos provocaron intermitentes destellos, como si fuera polvo de diamante, pues brillaba cuando algún rayo de sol se colaba entre la frondosidad del árbol y le ungía de luz la frente. Sin saberlo, ella tuvo la inspiración de hacer lo mismo y marcar con la huella dactilar de su dedo corazón la de su maestro, diciéndole: «Si tú abres mi tercer ojo para que emprenda un viaje interior, yo abro el tuyo para que me acompañe e ilumine mi camino».

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